jueves, 6 de diciembre de 2012

HA MUERTO EL SEÑOR QUE TE ABRE LA PUERTA


HA MUERTO EL SEÑOR
QUE TE ABRE LA PUERTA

Una madrugada murió el portero de un edificio,
y una vecina empezó a preguntar a todos por él.
¿Quién es el extraño que te saluda todos los días?
Un texto de Elda Cantú
Ilustraciones de Sheila Alvarado
Portero
Ilustración de Sheila Alvarado
El trabajo de un portero es, sobre todo, saberse la vida de los vecinos y callarla. Una mañana, en el vestíbulo del edificio donde vivo, apareció tras una vitrina el anuncio de la muerte del portero. Cuando salí a trabajar estaba allí, escrito en Times New Roman, sobre papel bond, y empecé a llorar por alguien a quien nunca había llamado por su primer nombre. Se había muerto el señor que me abría la puerta del edificio todas las mañanas, el que recibía el correo, el que regaba las plantas. Era como un pariente lejano que aplaudía los primeros pasos de un bebé del edificio y que telefoneaba hasta otro país si una tubería rota amenazaba con inundar tu casa. Días antes de morir me había llamado por el intercomunicador para advertirme que un inspector estaba subiendo a cortarme la electricidad. Cuando eres un inmigrante te acostumbras a esa orfandad de ser desconocido a tiempo completo. Pero nadie te prepara para el desamparo de enterrar a un muerto en el extranjero. Aunque sea sólo tu portero.
Una muerte inesperada es una invitación al lugar común. Minutos después de leer el aviso de la muerte del portero me di cuenta de que tenía un año viviendo en el mismo edificio, y que no conocía a nadie con quien comentarlo. Empecé a tocar las puertas de los vecinos para preguntarles qué recordaban del portero y todos decían más o menos lo mismo: «Pero si apenas el sábado vino a trabajar». La mayoría de la gente se muere a cada rato sin avisar, y sucede que nuestro portero era parte de esa gente. Era un guardián obligado a comentar los últimos reportes del clima y a repartir saludos doce horas al día. Como todos, era un portero al que se le extraña sólo cuando se le necesita y no está: cuando te olvidas las llaves, cuando vuelves con las manos ocupadas con las compras, cuando esperas un paquete que no cabe en el buzón del correo, cuando hay una fuga de agua en el departamento, cuando un vecino se ha olvidado de cerrar la puerta. Cuando todos queríamos abrirla era el peor momento de su día. «Lo más difícil de su trabajo era la acumulación de personas —me dijo el administrador del edificio—. Era su martirio». El día que murió el portero, Lima tembló. El día que murió el portero, el ascensor se averió. El día que murió el portero, nadie nos avisó que bajáramos caminando.

Hace veinticuatro años, un minúsculo aviso en la sección de económicos del diario El Comercio de Lima buscaba un portero. Julio Villegas trazó un rectángulo de tinta roja a su alrededor. Titubeó en tres ofertas de empleo: había marcado una línea y dos puntos en un par de avisos para obreros de limpieza, y, además, otro punto discreto junto a un anuncio que buscaba jóvenes para un depósito. Pero Villegas ya no era tan joven: por más de una década había sido conserje en una compañía de seguros, y entonces era un cincuentón que buscaba trabajo en un país cuya inflación era la peor de su historia. El aviso decía que preguntara por un tal señor Magallanes. ¿Qué se le exige a un candidato a portero? No se necesitan estudios ni músculos para abrir y cerrar una puerta. Jerry Seinfeld, el protagonista de la serie de TV, bromeó que una huelga de porteros pasaría inadvertida: si el portero no está, uno puede abrirse la puerta solo. Un portero de edificio se ocupa de que nadie cruce el umbral sin su permiso. Existen puertas a control remoto y docenas de cámaras de circuito cerrado que vigilan los zaguanes, pero sólo los porteros pueden evitar que un intruso, alguien que pasaba por allí o sus propios familiares dejen en paz a los vecinos. Hoy nadie espera que un extraño llegue a tocar la puerta de tu departamento sin la aprobación de un portero. Nos hemos acostumbrado a operadoras automáticas que atienden los teléfonos del banco, a ir eliminando de todo orden la figura del intermediario, pero los administradores de edificios siguen contratando a señores maduros para abrir la primera puerta de nuestra fortaleza urbana. Los porteros sobreviven porque nos ayudan a seguir estando solos. De eso se trata vivir en un edificio.
Encargar la puerta de la casa a un extraño es un acto de fe. A Villegas yo le dejaba las llaves de mi departamento porque la dueña me dijo que se trataba de un hombre íntegro. Cada vez que la chica de la limpieza se demoraba en llegar, yo depositaba mi llavero en su mano de tronco viejo. No sabía más de él. Los vecinos de veintiún pisos del edificio conservan distintas memorias suyas. «No le gustaba ir al médico», me dijo una corredora de bienes raíces, llorando al recordarlo. «Estaba jubilado, pero seguía trabajando para sentirse útil», añadió el esposo de la corredora, un anticuario. «Era como un abuelo refunfuñón pero cariñoso: a mi hijo le decía campeón», recordó un traductor. «Me recordaba que ya venía el cumpleaños de mi mujer», contó un ejecutivo de software. «De niño me reprendía cuando subía a la azotea», me dijo un joven del cuarto piso. «Jamás se quejó con mi mamá». Algunos vecinos le heredaban sus camisas y uno de ellos le regalaba chocolates para sus nietas. Todos sabían de su afición a la hípica. «El sábado era su mejor día», recordaba el administrador del edificio. «Se ponía a escuchar las carreras de caballos». Durante casi un cuarto de siglo, de lunes a sábado, trabajó doce horas al día. «Nunca nos enteramos de que tomara vacaciones», me dijo la mujer del anticuario.
El señor Villegas empezó a morirse el único día de la semana que tenía libre. Un domingo. Todos los días él y su esposa se levantaban a las cinco de la mañana. Llevaba décadas usando un reloj japonés de cara azul que su hermano le había traído de un viaje. Esa mañana, en el Callao, el puerto de Lima donde vivía, sus vecinos lo vieron caminando hacia el mercado. «Nadie en el barrio podía creer que había muerto», me diría meses después Luz Ceballos, su mujer, un sábado que fue a llevarle flores al cementerio. Villegas compró el pan que le había pedido su esposa y comida para su mascota, una perra cruce de pekinés y shiatzu. Volvió con sus dos periódicos de cincuenta centavos de costumbre, y, pensando en mejoras para su casa, salió a buscar un balde de pintura a casa de su hijo, el hijo de Luz Ceballos que él había criado desde niño. Vivían a tres cuadras de él. Pero tardaba tanto en volver, que su mujer salió a esperarlo en la puerta. Apenas advirtió la silueta encorvada de Villegas, volvió a meterse en su casa para refugiarse del sol. No se había dado cuenta de que venía sintiendo un dolor entre el estómago y el pecho. Su hijo y su nuera tuvieron que llevarlo de emergencia a un hospital del Callao. Luz Ceballos se quedó a cuidar a dos de sus tres nietas. Miraban la tele mientras a su esposo le detectaban un aneurisma abdominal. Su hijo, un bombero dedicado a la seguridad de una compañía constructora, no sabía qué era un aneurisma abdominal. Hoy puede trazar con el dedo una línea del pectoral al ombligo para explicar que la aorta que irrigaba el abdomen y las piernas de Villegas estaba hinchada. Estaba cansada de estirarse y a punto de explotar. Es una falla común y repentina en el cuerpo de sesentones con el colesterol alto y un historial de tabaquismo. El portero tenía setenta y cinco años. Aunque sus nietas le habían pedido que dejara el cigarro, unos vecinos del edificio lo recuerdan rodeado de humo en la cochera. «Fumaba Hamilton primero y Winston después», me dijo su amigo el administrador. «Comía mucha grasa», me dijo el portero del edificio que lo reemplazaba los domingos. Era posible que necesitara cirugía. El día anterior, Villegas había olvidado su documento de identidad en la portería. Pasaba más tiempo en la puerta de casas ajenas que en la suya.

El vestíbulo de un edificio es un área común de todos los vecinos, pero sobre todo el dominio de un portero. En mi edificio el lobby es un pasillo modesto que alberga la puerta de entrada, las de los dos ascensores y el umbral que da hacia la cochera. Los edificios con menos departamentos, aquellos donde todos deberían conocerse, son los que tienen menos espacio para que los vecinos conversen. Es un hecho: lo descubrió un sociólogo de Nueva York quien, con sus alumnos, entrevistó a seiscientos cincuenta porteros de la ciudad. Hay una serie de lugares comunes en los edificios residenciales: los porteros siempre viven abajo, esquivamos la mirada y apretamos la sonrisa en los ascensores, y en los corredores aceleramos el paso para evitar saludarnos. Un edificio de departamentos está diseñado para aislarnos. Tiene que pasar lo peor —un sismo, un incendio, un robo— para vernos las caras. El resto del tiempo la convivencia en un edificio es un juego de adivinanzas entre muros de concreto: un médico tiene un reloj cucú que suena cada hora, ver mi bicicleta en el pasillo pone de buen humor al hijo del traductor, a media tarde alguien fuma siempre cerca del ducto que pasa por la ventana de mi baño, un general del Ejército debe escuchar mis tacones en su techo todas las mañanas, un chirrido anuncia que alguien ha abierto un grifo y se oye el agua de una ducha correr entre los muros. Un vecino usa una loción que se queda en el ascensor cuando ya se ha marchado a trabajar. Un edificio residencial es un lugar donde cada uno se convierte en un rumor.
Un portero es un espía sin comentarios de cualquier visitante a un edificio. Nunca supe qué le parecían los míos. No era un asunto de profesionalismo sino de carácter. Su esposa me confirmó que no hablaba tanto. Ser portero exige la humildad de callar casi todo lo que se sabe. Anclados al primer piso, los guardianes de la puerta son malabaristas de la discreción, detectives involuntarios de nuestra basura, jueces distraídos de discusiones que adivinan en los ecos del ascensor. «La gente está desamorada», me dijo un día el portero de la noche, aficionado a las lecturas bíblicas. «Ya nadie se saluda». Un guardián que dice «buenos días» docenas de veces por semana acepta la cortesía superficial del oficio. Los porteros son casi siempre gente circunspecta, sin licencia para hacer bromas, hombres atentos que se hacen de la vista gorda y que no deben reírse demasiado. El señor Villegas tenía un gesto de enfado que no invitaba al chismorreo y un estricto copete engominado. «Hacía chistes sin que uno se diera cuenta», me contó una sobrina suya. Como la mayoría de porteros, era un hombre invisible.
Durante más de una década, cada lunes, Tomás Villegas y Virgilio Taipe se encontraron antes de las siete de la mañana en la puerta del edificio. Taipe, un hombre robusto cuyo rostro parece dibujado con una escuadra, es un chofer de camiones que se viste de portero los domingos. Trabaja el único día que no hay ruido de bocinas ni atasco de gente en las puertas de los ascensores. Su mayor preocupación son los repartidores de comida que tocan el timbre desde la hora del almuerzo. Sabía de Villegas lo que todos: que estaba jubilado pero seguía viniendo, que sufría de dolores de estómago, que fumaba aunque el doctor se lo había prohibido. El 30 de enero de 2012 fue el único lunes en trece años que Taipe no lo vio llegar a trabajar. Una hora antes, Luz Ceballos había oído que el chofer del microbús que su esposo siempre tomaba le tocaba insistentemente la bocina. El conductor y el cobrador conocían su rutina. Viajaba una hora desde el puerto del Callao hasta el distrito de Miraflores. Un pasajero habitual de esa ruta lo consideraba su amigo. Si no estaba en el paradero, lo esperaban. Su esposa tuvo que salir para darles la noticia de que había muerto.
El portero había muerto hacía unas horas. «No ha llegado. ¿Quién va a ser mi relevo?», preguntó Taipe esa mañana al administrador del edificio. Se le hacía tarde para llegar a su otro trabajo. Horas antes había conversado por teléfono con su compañero. El hijo del portero le había pedido entregar las pertenencias que Villegas guardaba en su casillero: el documento de identidad, la tarjeta del banco con que cobraba su pensión y un dinero. Parte del trabajo de un portero es desconfiar. Desde el hospital, el portero tuvo que telefonear a su compañero para autorizar la entrega. Entre sus cosas, guardaba el certificado de propiedad de su nicho en el cementerio y el aviso de El Comercio que en 1988 solicitaba un portero. Pronto la vacante volvería a quedar libre.
Julio Villegas solía entrar a su casa sin hacer ruido. Su mujer sólo se daba cuenta porque su mascota lo delataba. Después repetía la frase de siempre: «¿Qué novelas?». La última vez que el portero entró en su casa llegó acompañado por su hijo y su nuera. Habían llamado por teléfono a su mujer para avisarle que le habían dado de alta en el hospital pero que, por favor, no lo esperara en la puerta. «Él tenía sus cosas», me dijo Luz con los ojos nublados. En casi cuarenta años juntos tuvieron graves peleas, pero nunca quiso divorciarse. Los vecinos de su barrio los veían siempre por la calle tomados de la mano. Esa noche Villegas y su mujer vieron juntos un programa de huainos y música de Ayacucho, la tierra donde había nacido. Su mujer le frotó la espalda para aliviar el dolor que sentía. El portero aceptó un vaso de leche tibia y se quedó dormido. Su esposa se fue a la habitación contigua para dejarlo descansar. «Tuve que haber cabeceado», me contaría en el cementerio. Un grito de Villegas la despertó a las 00:10 del lunes. Fue un temblor de seis grados en la escala de Richter. En Miraflores los vecinos del edificio nos sacudimos espantados. Luz lo encontró doblado en su cama. «Me quiero morir», le dijo. Ya había comprado el sitio donde quería que lo enterraran. Le gustaba aparecer ante sus nietas con una mano en el bolsillo antes de darles un regalo. Solía quedarse mirando unos minutos a su mujer cuando esta volvía de la peluquería. Ganó algún dinero apostando a los caballos. Consiguió trabajo a varios porteros del barrio. Se jactaba de que lo hubieran contratado antes de terminarse de construir el edificio. Aprendió a conducir aparcando los autos de los propietarios. Vestía camisas que algunos vecinos le obsequiaban. Era un hombre feliz nadando en la playa. El mismo hombre que me decía buenos días todas las mañanas. «Buenos días, señorita».

UN SEÑOR A QUIEN LE PAGAN POR DETENER LA LLUVIA



ETIQUETA VERDE 05
AGOSTO 16, 2012
UN SEÑOR A QUIEN LE PAGAN
POR DETENER LA LLUVIA

¿Cuánto están dispuestas a pagar las autoridades de
una ciudad para que una nube no les agüe la fiesta?

Una crónica de Melba Escobar
Ilustraciones de Omar Xiancas
Cham
No es raro un aguacero en la capital más lluviosa de Sudamérica. Pero que exista un hombre que nos evite la molestia de llevar paraguas es un desafío contranatura. En Colombia, Jorge Elías González, mejor conocido como el chamán de la lluvia, tiene la categoría de ídolo nacional. Se dice que puede detener la lluvia. En el interior del país, Bogotá se conoce como la nevera: por la mezcla de humedad y altura la lluvia viene con frío en esta ciudad. La lluvia aquí no es sólo una molestia climática, sino también un asunto de dinero. Con el agua vienen las inundaciones, los deslizamientos y los hundimientos. Sobre todo en los dos últimos años: después de 2010 llueve casi el doble que el promedio de la última década debido al fenómeno conocido como La Niña. Por eso hoy el chamán de la lluvia está atareado y me dice que no tiene tiempo de hablar. Es un domingo de marzo de 2012 en la capital de Colombia. En el parque Simón Bolívar hay gente que juega al fútbol, una familia lanzando un frisbee, niños y perros, bicicletas, risas, gritos, ollas de sancocho. Todo ocurre bajo un cielo plomizo que amenaza con estallar. La angustia hace de la expresión de este campesino sesentón una mueca dolorosa. Ayer, durante la inauguración del Festival Iberoamericano de Teatro, un aguacero arruinó el desfile de apertura en el centro de la ciudad.

Jorge Elías González es padre de doce hijos y agricultor de café, pero por estos días pasa diez horas diarias trabajando en lo que él llama «su obra», es decir, la improbable hazaña de controlar la atmósfera para disipar las nubes y evitar que llueva. Ahora tiene los ojos enrojecidos. Se le ve cansado, con el pelo desordenado y la expresión derrotada. No ha pasado una buena noche. En medio del parque, en este día que amenaza con lluvias que no caen, Jorge Elías González me recibe al otro lado de la cinta amarilla que lo aísla de los demás. Su oficina es un quiosco cubierto por bolsas de basura junto a un baño público portátil. A este espacio nadie puede acercarse. Como si fuera una estrella de rock antes de salir al escenario, cuatro hombres uniformados lo custodian. Los hombres del chamán alejan a los niños con pelotas y a los perros por igual. La organización del festival ha reservado este espacio como «santuario energético» para uso exclusivo del chamán de la lluvia. Mientras conversamos se acercan varios curiosos que lo han reconocido. Los bogotanos, acostumbrados a usar paraguas ocho meses y medio al año, quieren saber por qué llovió ayer en el acto inaugural del festival. Un hombre interrumpe el partido de fútbol que juega con su hijo para insinuar al chamán que la tierra ya no lo obedece por estar negociando con ella. «La Biblia nos enseña que el trabajo debe ser remunerado», dice el chamán. Jorge Elías González, que no terminó la primaria, es un experto que cobra por manipular el clima.

El chamán de la lluvia se hizo famoso en Colombia cuando se descubrió un contrato por cuatro millones de pesos, unos dos mil dólares, para que controlara las nubes durante la ceremonia de clausura del Mundial Sub 20 de Fútbol en agosto de 2011. En aquella ocasión, bajo el efecto de la ola invernal desatada por el fenómeno de la Niña, hubo agua durante el día, pero la noche estuvo despejada. Como el dinero era público, la Procuraduría abrió una investigación por peculado, mientras la cara del chamán saltaba a los medios como la del hombre que había sido contratado por la alcaldía de Bogotá para despejar el cielo. Era una noticia pintoresca en un país agobiado de tragedias. «Otro indicador muy diciente de por qué el país va bien, es que llevamos una semana en los medios de comunicación debatiendo, muchos se ‘desgarran las vestiduras’, sobre si los chamanes hacen llover o no», bromeó el presidente Juan Manuel Santos cuando entregó viviendas para los desplazados por el clima. Por esos días, los noticiarios nocturnos se alarmaban con el saldo de la ola invernal contando muertes y daños. El gobierno de la ciudad se deslindó asegurando que la empresa organizadora del mundial había contratado los servicios del chamán por iniciativa propia. Entonces se supo que Jorge Elías González hacía veinte años que vendía días despejados al Festival Iberoamericano de Teatro y que también le pagaron para la posesión del Presidente de la República en 2010. El chamán dijo que «un señor de corbata» le había pagado tres millones de pesos para frenar la lluvia. Las imágenes de ese día muestran una multitud de paraguas blancos adornados con la bandera de Colombia durante el acto. Los habían repartido los organizadores de la ceremonia. El chamán dijo en esa ocasión a los medios que había cumplido su labor en un ochenta por ciento, afirmación que sostuvo cuando hablamos: «fue una lloviznita boba, nada serio como para preocuparse». Quienes lo defendían comparaban su salario —«irrisorio» decían— con las cantidades que desaparecen en cada caso de corrupción. El Festival de Teatro anunció que volvería a contratarlo. Esta vez le pagaría una empresa privada para evitar líos judiciales. Por eso en la inauguración del festival en 2012 los bogotanos miraban al cielo. 

Es común que los aguaceros arruinen la vida al aire libre de la capital de Colombia. En 2012 el festival anunció unas mil quinientas funciones entre las que destacaron 1984, dirigida por Tim Robbins, así como Peer Gynt, de la japonesa Shizouka Performing Arts Center, y Hamlet, del Street Theatre Troupe de Corea del Sur. En los últimos años, los espectáculos callejeros, que son gratuitos, se han reducido por culpa de la lluvia. Por ello la función más esperada del festival sucedería bajo las bolsas negras en el parque Simón Bolívar, donde el chamán de la lluvia se preparaba. Pero al día siguiente las fotografías de los diarios mostraban multitudes de paraguas y bailarines empapados durante el desfile inaugural. Jorge Elías González tenía una explicación: el festival había traído a treinta chamanes para participar en el acto de apertura, y estos quisieron «dañar su obra» para perjudicarlo. «Desataron las fuerzas oscuras contra las cuales no me fue posible luchar», dice en un susurro.

En los Juegos Olímpicos de Beijing se usaron cohetes para bombardear las nubes con yoduro de plata. Es un método usual en el norte del país asiático donde las sequías son frecuentes. Los chinos no saben cómo cancelar la lluvia, pero sí pudieron adelantarla para prevenir que arruinara la fiesta de las Olimpiadas. Más que detener el mal tiempo, los chinos lo reprograman. En China hay treinta y cinco mil expertos dedicados a manejar el clima. El país gasta cada año cuarenta millones de dólares en sus programas de manipulación de la atmósfera. En Colombia sólo hay un hombre y suele cobrar unos dos mil dólares por evitar la lluvia. Cuando lo entrevistaron sobre su oficio, Jorge Elías González declaró: «Yo hice una cosa con honestidad, a mí me pagaron una suma muy módica cuando mi obra vale una cantidad mayor, y estoy tranquilo porque fui e hice mi trabajo». Para su trabajo —dice con gravedad— hace falta prepararse en la física abstracta y en lo cósmico espiritual. «Cuando Dios Padre dice ‘muchos son los llamados, pero pocos serán los elegidos’, se está refiriendo a que muchos pueden estudiar la ciencia, pero sólo habemos algunos que sabemos cómo trabajarla». Para su misión hace falta un péndulo, que en sus primeros años era un rudimentario instrumento que él mismo fabricó. Habla de la radiestesia, que para él es «una ciencia que la persiguen las dos fuerzas: espíritus contrarios y espíritus del bien». La radiestesia es una pseudociencia que utiliza artefactos simples para captar campos electromagnéticos. Los campesinos colombianos la usan para buscar guacas o tumbas en las tierras donde habitaban poblaciones indígenas. Los «guaqueros» suelen ser campesinos con la supuesta habilidad de hallar tesoros ocultos bajo el suelo. En 2004 se llevó a cabo en Alemania el Test Kassel de Radiestesia, organizado por un grupo de escépticos alemanes liderados por el conocido mago y escéptico canadiense James Randi. Se trataba de una evaluación científica de las supuestas habilidades de quienes practican la radiestesia. Randi ofreció diez mil dólares a diecinueve voluntarios que se sometieran al test. El veredicto los condenaba: «los evaluados no pudieron cumplir sus promesas», concluía el reporte. Jorge Elías González se resiste a revelar su metodología. Antes se dejaba filmar mientras decía sus oraciones y se paseaba sosteniendo un péndulo. Ahora, en el parque Simón Bolívar, se protege de las críticas manteniendo su ritual debajo de las bolsas negras en el quiosco. Cuenta que el péndulo que usa ahora es alemán, marca Schiffer. «La ciencia me advierte que no diga todo porque el que dice todo lo que sabe, termina sin saber nada», dice como si fuera el guardián de un secreto. 

Ricardo Lozano, el director del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia (Ideam), es un experto que sí está dispuesto a hablar sobre sus conocimientos. Es un hombre moreno de intensos ojos azules con la cabellera salpicada de canas. Las ventanas de su oficina miran a los cerros de Bogotá. Acomodándose en la cabecera de la mesa de juntas del Ideam dice que el pensamiento mágico religioso puede impedir la comprensión científica: «Si hay un terremoto, enseguida el cura celebra una misa diciendo que eso comprueba que son un pueblo de pecadores». Tal vez sea más fácil temer a los fenómenos naturales que entenderlos. «Comprender el pensamiento científico nos hace también responsables de nuestros actos: es entender que si hubo un derrumbe, un deslizamiento, no es porque seamos pecadores, es porque construimos en una zona inundable», agrega Lozano. Pero asegura que Colombia está cambiando y que cada vez son más los empresarios, agricultores y comerciantes que consultan al Ideam. También recurren a él los planificadores de bodas al aire libre. Los organizadores del Festival de Teatro siguen confiando en Jorge Elías González, aunque el Ideam les haya preparado un reporte. Dice que la directora sabía cómo sería el clima esos días: «¿No te contó que nosotros le habíamos hecho también un pronóstico del tiempo durante el festival a ella? Ella sabía qué tiempo iba a hacer», dice el director del Ideam antes de despedirnos. El Informe Técnico No. 84, que coincide con el primer fin de semana del festival, anunciaba lluvias «de moderadas a fuertes» con tormentas eléctricas.

Automóviles sin nadie al volante, de la ciencia-ficción a la realidad


Automóviles sin nadie al volante, de la ciencia-ficción a la realidad

En Estados Unidos, los estados de California, Nevada, y Florida ya han establecido el permiso de circulación para automóviles con la facultad de circular sin nadie al volante. Además, no dejan de sucederse los avances tecnológicos en el campo de los automóviles sin conductor, de tal modo que bastantes expertos ya opinan que la comercialización a gran escala de vehículos destinados a ocupantes que puedan ejercer exclusivamente de pasajeros es una posibilidad real para un futuro no muy lejano.
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Esta tendencia a dotar de automatismos e "inteligencia" a los automóviles, que ahora está culminando en los citados coches que circulan solos, comenzó a arrancar en la década de 1980. Desde entonces, bastantes conductores de vehículos de alta gama, y hoy en día de no tan alta, han estado recibiendo advertencias de voces artificiales de sus automóviles. Se comenzó con advertencias simples, como por ejemplo el típico aviso de "La puerta no está cerrada". Pero hoy en día, los modelos más sofisticados tienen incluso sistemas de reconocimiento de voz y cámaras con las que entender palabras y gestos de la persona sentada al volante. Los conductores pueden hacer preguntas sobre datos de su sistema de navegación GPS y obtener respuestas. Los sistemas de música obedecen órdenes verbales para reproducir canciones de un artista específico. Algunos automóviles pueden hacer cosas como marcar un número de teléfono, dar una advertencia verbal cuando el líquido limpiaparabrisas está bajo, o avisar de que más adelante hay una congestión de tráfico. El sistema GPS, que sabe exactamente dónde está el vehículo y sus ocupantes, puede hacer sugerencias sobre restaurantes cercanos.

Más allá de los pequeños automatismos para facilitar la conducción y para hacer más agradable el tiempo que la persona pasa al volante, hay un objetivo evidente que todo el mundo desearía que se alcanzase:

Evitar accidentes.

Sólo por eso ya merecen la pena todos los esfuerzos de investigación y desarrollo que se hacen en el naciente campo de los automóviles inteligentes.

En sólo medio segundo, un conductor puede virar bruscamente para evitar un accidente fatal, o pisar los frenos para no atropellar a un niño que corre tras una pelota. Pero primero, el conductor debe percibir el peligro.

Cinco preguntas que hacerse antes de comenzar a escribir un blog


Cinco preguntas que hacerse antes de comenzar a escribir un blog
Los blogs son una de las herramientas más populares para escribir contenidos y construirse una marca en Internet
Tener un blog es todavía una de las opciones más válidas para los usuarios de Internet como forma de dar a conocer sus opiniones, escribir sus relatos, publicar contenidos periodísticos o desarrollar un diario personal. Esta herramienta permite al blogger diferenciarse del resto de usuarios, ya que le dota de un espacio con su propio dominio y diseño en la Red, y da presencia en Internet a cualquier usuario o profesional que quiera desarrollar una actividad o reforzar su propia marca personal. El formato blog nació hace más de una década, pero se ha adaptado a nuevos usos y hábitos, en especial, a la aparición de redes sociales como Facebook, Twitter o Google Plus. En este artículo se dan claves y trucos para comenzar a escribir en un blog.
1. ¿Uso una plataforma on line o mejor instalo un gestor de contenidos?
Una de las primeras decisiones a la hora de escribir un blog es seleccionar la plataforma o herramienta que se utilizará para esta tarea. Existen dos alternativas.
La primera es usar una plataforma on line como Blogger, WordPress.com o bien sistemas más simples y rápidos como Tumblr o Posterous. Todos ellos facilitan el diseño de un blog, con distintos grados de complejidad que pueden llegar a ser muchas veces profesionales, y habilitan al usuario para comenzar a escribir de manera sencilla e intuitiva.

2. ¿Utilizo un dominio propio o un subdominio para mi blog?
Antes de comenzar a escribir un blog, hay que determinar si se quiere emplear un nombre de dominio propio o bien utilizar los subdominios o direcciones que por defecto otorgan estas plataformas. Las principales herramientas en línea, como Blogger, WordPress.com o Tumblr, también permiten personalizar la dirección de cada espacio a un dominio propio del usuario de forma gratuita. Para ello, es necesario modificar unos parámetros de los DNS del dominio. El propio usuario puede realizar esta acción desde el panel de control del dominio suministrado por la empresa a la que lo ha comprado, ya que los dominios se contratan a compañías específicas por periodos de tiempo.

Algunas plataformas como WordPress dejan registrar un nuevo nombre de dominio desde ellas misas; una opción muy útil para usuarios que busquen una simplificación del proceso.

3. ¿Debo personalizar el diseño del blog?
Por defecto, las plataformas para la creación de blogs cuentan con diferentes tipos de plantillas gratuitas con las que vestir el blog. El diseño es importante, ya que marca el aspecto visual de la página, lo que permite diferenciarle del resto. También es el que determina el tipo de blog o contenidos que se consumen. En el caso de un blog enfocado a la fotografía, se debe buscar una plantilla donde la imagen prime sobre el resto, mientras que para un usuario que quiera publicar largos posts, el diseño tiene que ser funcional y tener una tipografía apropiada que posibilite leer el texto sin cansar la vista. Para personalizar el diseño, se puede optar por contratar a un diseñador web especializado en este tipo de plataformas o adquirir una plantilla "Premium" que, previo pago de una cantidad al servicio, ofrece mayores posibilidades de personalización. Si no se tiene presupuesto para un diseñador web, lo mejor es utilizar la plantilla.

4. ¿Merece la pena el análisis de las visitas que tengo?
Las funciones de analítica web son las herramientas que permiten conocer el tráfico detallado de un blog y poder explotar el posible éxito del mismo de forma comercial o personal. Cómo y de dónde vienen las visitas, el tiempo que pasan en la página los visitantes o cuáles son los posts de mayor éxito son asuntos con más relevancia de la que en principio se podría pensar. La diferencia entre conocerlos o no puede ser la que determine que un blog tenga un alto impacto o pase desapercibido.

Google Analytics es una de las mejores plataformas para la medición de audiencias y su uso es gratuito. Para ello, es necesario incorporar y personalizar un código HTML en todas las páginas que componen el blog. Se incluye en las diferentes plantillas de diseño dentro de la plataforma de publicación seleccionada mediante una serie de instrucciones que lo hacen sencillo.

5. ¿Debo escribir con regularidad en el blog?
La clave para tener éxito con un blog es ser persistente; es decir, escribir de forma periódica y habitual para crear una comunidad de lectores interesados en los nuevos contenidos del autor. La constancia, ya sea diaria o semanal, permite crear una periodicidad en la creación de contenidos que es beneficiosa tanto para el blogger, ya que le insta a crear una rutina con el blog, como para los lectores.

También es importante participar de la conversación que se genere a través de los comentarios de los posts, así como compartir los escritos en las redes sociales donde participe el usuario, como Facebook o Twitter.

¿Cuánto valemos? 

Tengo un amigo que acostumbraba comprar cacharros viejos y los arreglaba. Básicamente, los reconstruía de adentro hacia afuera. Luego, los vendía como valiosos carros antiguos restaurados, considerándolos una inversión para el que los comprara y una ganancia para él. Una vez, viendo un cacharro que le llegaba, le pregunté a cuánto ascendía su valor.     
Él me respondió: "Tú no entiendes. Este carro no vale nada. Es una pedazo de basura. Su valor está dentro de mi imaginación, mi creatividad y mis habilidades. Puedo convertirlo en algo bello, con estilo y valioso."
Es lo mismo entre Dios y nosotros. Sin Su creatividad no valemos nada. Necesitamos humildad para entender esta afirmación. En Su amor, Él ve nuestro potencial y, con eso, puede hacer algo bello y valioso de nuestras vidas. Necesitamos creer en Él y en Su trabajo en nosotros.   
¿Cuánto valemos?
Comparándonos con los animales, Yeshua dijo:
Mateo 6:26 – ¿No valen ustedes mucho más que ellas?
Mateo 10:31 – ..ustedes valen mucho más que muchos gorriones.
Mateo 12:12 – ¡Cuánto más vale un hombre que una oveja!
Por nosotros mismos, quizás sólo somos una pila de basura. Más, con la gracias de Dios en nuestras vidas, nos transformamos en una obra maestra, hechura de Sus manos (Efesios 2:10), sólo un poco por debajo de Dios Mismo (Salmo 8:4-6). Muchos problemas psicológicos nacen de la falta de estima personal. En Yeshua, reconquistamos la imagen de Dios en nuestras vidas y los problemas de falta de valía personal desaparecen. 

viernes, 30 de noviembre de 2012

MAS NUEVAS TECNOLOGÍAS


LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS DEL FUTURO

http://www.youtube.com/watch?v=lHQLE3nYuT8

Banco Santander desarrolla con las universidades la Tarjeta Universitaria Inteligente (TUI), que aprovecha la última tecnología chip para ajustar sus funcionalidades a las necesidades específicas de las cerca de 252 comunidades universitarias para las que se emite. 
En la actualidad, Banco Santander emite más de 5,4 millones de Tarjetas Universitarias Inteligentes, desarrolladas conjuntamente con más de 252 universidades de América, Asia y Europa en 11 países.
En Brasil, por ejemplo, se han instalado Espacios Digitales Santander Universidades, modernos laboratorios de informática, instalados en las universidades socias del banco, para mejorar el acceso al mundo digital y difundir el uso de las nuevas tecnologías entre profesores, estudiantes y personal de las instituciones académicas.

En México, Banco Santander apoya el proyecto "IXTL portátil" de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que desarrollará e integrará herramientas de software y hardware para establecer entornos de trabajo gráficos para las aulas, laboratorios,... Se ofrecerá a la comunidad universitaria una tecnología de bajo coste y alto desempeño.

La colaboración de Banco Santander con las universidades en el ámbito tecnológico también dio lugar a dos proyectos globales que se han consolidado con el tiempo como referencias en su ámbito, como Universia y la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Chips que se autorreparan solos

Figura que muestra cómo funciona la autorreparaciónInvestigadores de la Universidad de Illinois (USA) han desarrollado un circuito capaz de devolver automáticamente la conductividad eléctrica a partes de él que la hayan perdido por alguna rotura. En la actualidad, un fallo de esta naturaleza obliga a cambiar elchip, y son errores cada vez más comunes debido al aumento de densidad con que se fabrican estos dispositivos.
El invento consiste en colocar unas microcápsulas de metal líquido, de unos 10 micrones de diámetro, encima de las zonas del chip que realizan la conducción eléctrica. Si se produce una rotura en el material conductor el metal líquido se desliza en la brecha en microsegundos. En las pruebas un 90 por ciento de los chips dotados de este mecanismo se autorrepararon recuperando un 99 por ciento de la conductividad original.
La principal aplicación podría estar en vehículos o instrumentos militares o espaciales, donde los circuitos electrónicos no pueden ser reemplazados o reparados.
Una gran ventaja de este sistema es que es localizado y autónomo. O sea, las microcápsulas solamente se rompen en aquellos lugares donde hay un problema y lo hacen sin necesidad de supervisión humana.